jueves, 23 de julio de 2009

Sciascia y los autos del juez Flors


El caso Gürtel me ha despabilado por completo. Los políticos de nuestra tierra, salvo honrosas excepciones, no ejercen con el empeño que deberían. Los peperos ya me tenían casi dominado. Como mínimo aceptaba resignado mi suerte. Pero este caso judicial me ha devuelto a la vida, porque he podido comprobar que el loquerío anda suelto, muy suelto, por esos mundos de Dios. Es decir, mi recato no se corresponde con el descontrol que impera en mi ciudad. Fueron las palabras que dijo el president en el hemiciclo de Corts --la frase era «tengo unas ganas locas, locas de explicarme»-- las que vaticinaron el lío que se ha montado, sobre todo por dos razones básicas: en primer lugar, aun no sabiendo el calado real de toda la trama, esperábamos que la causa se concretara en unos cargos que implicaran el escarnio público, pues no podía ser que todo fuera tan exótico como nos lo pintaban; en segundo, de tanto repetir la misma cantinela --«yo siempre me pago los trajes»--, empezamos a pensar que había más de lo que se decía, demasiado que ocultar.

La verdad es que las explicaciones de los políticos peperos han pasado de defender la honorabilidad a considerar que los pecadillos son pecadillos y que son costumbre entre todos los humanos. Sin embargo, este sentido democrático de la naturaleza humana no es proporcional a los sueldos que recibimos, porque no es lo mismo que un parado atraque un banco --por mucha necesidad que tenga--, ya que las fuerzas de seguridad del Estado lo persiguen hasta que lo enchironan, que un político --que cobra de todos nosotros-- trinque unos trajes como pago de futuras adjudicaciones, ya que él recibe un sustancioso sueldo mensual que le permite vestirse de manera más que decente. Si todos cometemos pecadillos, los políticos deberían ser más generosos y repartirnos el sueldo.

Pero la cabra tira al monte y donde dije digo, digo Diego. No voy a entrar a discutir sobre si les sientan bien los trajes a Camps o a Ricardito. Les sientan de vicio. La caída de las telas lo dice todo. Esta discusión es estéril, porque están tan pizpiretos que merecen algún piropo brófego de la Huerta. El problema ha sido la defensa incondicional de la honorabilidad basándose en mentiras que han repetido hasta la saciedad.

Pero nuestra tierra también nos provee de cronistas cultos que intentan desentrañar la verdad de manera exacta. Cuando empecé a leer el auto del juez Flors me acordé de alguna de las crónicas de Leonardo Sciascia. Ante una realidad que se presenta con unos visos sospechosos de verosimilitud, el cronista coge la pluma y señala las contradicciones para dar la vuelta al relato hasta describir en un continuum la sucesión de unos hechos que tuvieron lugar en un espacio y tiempo determinados. Una cosa detrás de otra para demostrar las ingentes mentiras que se han vertido sobre todos los ciudadanos. Es una pena que el lenguaje de los jueces no permita alguna licencia literaria, algún giro que sirva de guiño para que, el lector no acostumbrado a una prosa tan parca, pueda saborear mejor las palabras. Del auto del juez Flors se deduce que los imputados mienten como cosacos, que son unos seres inmorales. Pero parece que estos conceptos no tienen ningún valor hoy en día. El juez no duda en afirmar que los delitos figuran en el Código Penal y que los magistrados son los encargados de velar por el cumplimiento de las leyes. Y esta no es una idea demodé --como decían los pijos--, es la esencia de nuestro sistema democrático. Me imaginé al juez Flors en aquella Sicilia que conoció Sciascia. Los paralelismos son evidentes, aunque aquí la mafia, en el sentido más italiano del término --es decir, con la violencia que desata--, no está arraigada. Ese lenguaje que utilizan en las conversaciones, que combina el pijerío con el hampa, debió descolocarle. Un molt honorable no debería expresarse con expresiones tan pueriles.

Al final todo parecerá literatura. El auto del juez apunta maneras de novela negra, de crónica siciliana. Me acordé de Sciascia y esto empieza a preocuparme.

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